Podríamos decir que el ser gastrónomo es pesimista por naturaleza o realista más bien. En plena vorágine futbolera de la Champions League nos confiesan que los jugadores del Nápoles han sido invitados a no pisar las «trattorías» más preciadas, ni aproximar sus paladares a los mágicos hornos de leña cercanos a San Genaro. No se alarmen, no pretendemos hacer una crónica deportiva. La noticia supone una erupción inexplicable para todos los amantes del futuro patrimonio inmaterial de la humanidad, que reciben la noticia como una capa de ceniza volcánica sobre sus paladares.
Hay cosas difíciles de entender y más de explicar. Fomentar la abstinencia, entre los ídolos del balompié «azzurri», a probar el arte tradicional de los «pizzaioli napolitanos»- es un bofetón que el orgullo pizzero universal no puede tolerar. Algunos deberían pedir daños y perjuicios por el deterioro emocional que supone este veto puntual y recurrente a la pizza. ¿Se imaginan esa prohibición en España?
Los compromisos gastronómicos se rigen por reglas muy particulares. Hay una ley no escrita, pero casi siempre de obligado cumplimiento. Esta situación se convierte en la coartada perfecta para visitar varias «trattorías» valencianas después del partido. Esta serie de argumentos trabados y sistemáticos de algunos entrenadores, de dimensión torcida, nos proporciona la base de un alegato. La controvertida prohibición es un estímulo fiel y certero para hablar del universo hostelero de las pizzas.
Una buena pizza es irresistible. Aunque no es tan fácil encontrar habitualmente masas fermentadas, lentamente durante 48/72 horas, con velocidad de crucero, compuestas por ingredientes de calidad y horneada como manda el dios Vulcano.
Lo que sigue es un simpático y efectivo ajuste de cuentas con aspiraciones napolitanas. Cuidado con las prohibiciones, se infiltran en los delicados espíritus gastrónomos, al primer descuido, y provocan un obstinado derecho a guardar fidelidad a la pizza.
Como amigos, no estamos presionados, sino inclinados, a acompañarles en busca de los tibios placeres de la rememoración de las pizzas clásicas. Un dúo compuesto por la real Margarita, ¡Dios salve a la pizza! y la histórica Marinera, se cruzan, entre bocados, con nuestros paladares.
La pizza está presente de manera cotidiana, en muchas situaciones, porque, pobre del comensal que no tenga recuerdos de su primera pizzería o del que quiera olvidarse de ellos, aunque no sean siempre los mejores.
Aunque la sobremesa nocturna se va haciendo, minuto a minuto, la escena final podría estar ya escrita. La bolsa de las pizzas es irregular, no todas cotizan gustativamente igual. La primera obligación moral de cualquier gastrónomo, incluso de los más «gourmets», es escapar de cualquier castigo. Es estar atento a las emboscadas gustativas a las que someten, de manera accidental, a nuestros confiados paladares. Es preciso discriminar ciertas pizzas. Sin embargo, los verdaderos seísmos hosteleros suelen producirse tras descalabros gastronómicos (in)evitables y de gran calado gustativo. La marcha en busca de pizzas tras finalizar el partido juega como un acordeón en defensa de la gran dama de la cocina italiana.
La penúltima parada abrocha la gira. Clásicas hasta decir basta, perfectas en la ejecución, con el toque crujiente justo. Y eso se nota. Se levantan ampollas entre el grupo, con dos bandos muy diferenciados, lo que sueñan con el rigor pizzero y los que no opinan. Tratamos de asumir ambas realidades. Volvemos a las confortables creencias de que elegir el local de referencia es lo mejor, todo lo demás se dará por añadidura.
En ese apetito insaciable en la búsqueda de nuevas pizzerías, dejamos al grupo de aficionados con su odisea gustativa camino de la consolidación. La pizza en buenas manos, «Grazie amici».